Los dolores de "la pecosa"

 El recuerdo más antiguo que tengo de mis cuitas en torno al fútbol posiblemente sea uno en que me vi involucrado en un cotejo de cancha de tierra en compañía de un grupo de conductores de ruta de bus y vecinos de un sector en Ibagué, cercano al paradero de dicha ruta, por allá en las épocas en que mi tía Gaby vivió con su familia en esa ciudad.

Relativamente las cosas fueron bien, se vitorearon los goles, se cometieron faltas, se reía y disfrutaba del futbol, pero el encanto terminó para mi cuando recibí un balonazo en plena cara, con el consecuente aturdimiento y sacada de la cancha, y por esas cosas de la vida, sin, al parecer, ningún daño aparente. Fue la primera vez que me alejé de las canchas y de un promisorio futuro deportivo.

Más adelante, en los célebres “picaditos” que se jugaban en la cuadra donde vivíamos, con una "pecosa" más pequeña y rígida, en donde las canchas se hacían con piedras, fungiendo de arquero, un nuevo balonazo, esta vez en un punto donde casi estuve a punto de perder mi capacidad reproductiva, me alejé nuevamente de esos espacios deportivos, decantándome entonces por el baloncesto. 

Otra experiencia, fue la única vez que he ido a un estadio a ver futbol a instancias de mi padre, el sí apasionado hincha, a ver jugar a los equipos capitalinos, con el Campin a reventar y la animación de Edwin Tuirán Ruiz (si saben quién es Edwin Tuiran, alístese para la quinta dosis de la vacuna de Covid). De ese cotejo no recuerdo mucho, salvo que yo hacía lo que los demás barristas hacían, pero eso si, no recuerdo que nos hayamos salido a pelear después del partido, creo que comimos fritanga con gaseosa. 

No fue hasta cuando estuve en mi primera unidad militar que me vi supeditado a jugar nuevamente un partido de futbol, cuando lo que a mi me gustaba en esa época, era el voleibol. Y lastimosamente, esa última experiencia fue menos que agradable, ya que, en cierta jugada, uno de los contrarios supo hacer un tocamiento indebido a mis partes pudendas, aunque nunca supe si fue causa del azar o de una mala intención del jugador, lo cierto fue que me sentí tan supremamente incomodo, que solicité salir inmediatamente del juego y que entraran un reemplazo. 

Así que como pueden apreciar, no he sido amante del futbol, ni para jugarlo, ni para seguirlo como hincha. De hecho, una vez nos invitaron a un cumpleaños y el lugar estaba dispuesto para ver un partido. Nos fuimos antes del primer trago. 

En el colegio donde trabajé, una vez en una charla con algunos estudiantes de décimo u once, el tema salió a relucir y cuando manifesté mi falta de interés por ese deporte, uno de los muchachos dijo “qué triste debe de ser la vida de alguien a quien no le gusta el futbol”. 

No me es indiferente el amor que las personas sienten por sus deportes y deportistas, pero tristemente no han sido pocos los casos en la historia en que se transgrede esa posición de hincha para llegar a la dimensión de criminales y delincuentes, como pasó, otra vez, hace unos días en Medellín. Y tristemente la historia del deporte cuenta con muchos muertos y heridos debido a la intolerancia y a una muy mala devoción por el deporte. Seguidores, deportistas y dirigentes, han sido víctimas de pasiones mal llevadas por cuenta de unos pocos insensatos que desvirtúan lo que el deporte debe representar y en donde terminan pagando justos por pecadores: juegos a puerta cerrada, prohibición de entrar a los estadios, cierres de fronteras a hinchas venidos de otras latitudes, multas a los equipos (cosa que no acabo de entender porque poco tienen que ver los equipos por las reacciones absurdas de muchos malos seguidores) y ahora el cartel de los más buscados, son algunas de las estrategias que se llevan adelante con el fin de bajar los ánimos y fomentar una buena cultura deportiva. 

Aquí el asunto es que no se gana nada haciendo tanta cosa si el destinatario final, el hincha, no reconoce en el otro una persona que gusta y vibra con el deporte y que merece todo el respeto posible por su condición humana. 

Y dicha comparación es perfectamente transferible a todos los aspectos de la vida cotidiana, sea con los vecinos, en el trabajo, los lugares de estudio o la misma familia. Si no valoramos al otro como un igual, no es posible establecer una sana convivencia, de ahí que haya tanto majadero irresponsable social, llámese corrupto, ladrón, criminal, traficante, que como se olvidaron de los valores morales y sociales y están cegados por intereses desenfrenados y ansias de tener y de poder, pisotean los derechos de sus congéneres y comenten cuanta injusticia está a su alcance. 

Creo fervientemente que cada uno recibe su merecido por sus actos, y como dice el adagio “el que mal anda, mal acaba”. Puede ser cierto que “la justicia cojea, pero llega” aunque a veces quisiéramos que fuera más efectiva, ya que en ocasiones queda la sensación que las leyes favorecen más a los criminales que a las personas de bien y eso ciertamente causa mucho desconsuelo. A lo mejor algún día podamos alcanzar un grado de madurez humana lo suficientemente efectiva como para tratarnos y comportarnos como es debido, con respeto, equidad, servicio, tolerancia, diálogo y generosidad. Hasta la próxima.

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